
Míriam Vidal
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Había una vez una magnolia que nació en un rincón de un jardín. Era muy pequeña dentro de aquella inmensidad, pero no estaba ella sola: también crecían otros árboles, todos en línea alrededor de un gran espacio de tierra. Con el tiempo, aquella tierra dio paso al verde del césped, brillante, alegre. Los árboles iban creciendo pero a ella la veían diferente, la miraban de reojo y se reían porque tenía las hojas diferentes. Nacieron tres niños en la casa, crecieron corriendo por el jardín, en medio de risas y escondiéndose entre los árboles. La familia a menudo se estiraba bajo aquellos árboles que hacían sombra con sus ramas, pero la magnolia no sentía que formara parte del grupo...
Decidió que algo tenía que hacer y, poco a poco, comenzó a moverse del rincón donde estaba: el movimiento era tan lento que nadie se daba cuenta. Entonces se construyó la piscina y los árboles dejaron de ser protagonistas porque venían los niños con los amigos, se pasaban el día dentro del agua y tumbados en el césped. La magnolia, sin embargo, iba haciendo sin despertar sospechas, a la vez que iba creciendo. Y se construyó la caseta y el porche con la barbacoa, entonces sí que ya lo tenían todo! La propietaria sacaba de vez en cuando algunas macetas con flores de colores que llamaban la atención durante unos días y la magnolia aprovechaba para moverse un poco más. Hasta que llegó un día que oyó que hablaban de ella: todo el mundo admiraba su belleza. Era más alta y bonita que los demás rivales y ahora, en lugar de burlarse, la contemplaban con respeto.
Se había plantado literalmente en medio de la casa y la piscina. Así que desde fuera ya dominaba el jardín y desde dentro siempre se cruzaría con la vista de quien mirara por la ventana de la sala.
Ahora sí, había pasado a ser una más de la familia.
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